Nos reunimos como en todas las
plazas de la República para evocar al Libertador a las tres de la tarde, hora
en que el clarín conmueve las fibras más íntimas de los argentinos que sienten
en su corazón a la “Patria” -palabra caída en desuso hace muchos años- de la
que no debemos claudicar, porque como dijo el poeta Leopoldo Díaz:
Patria es la tierra donde se ha sufrido
Patria es la tierra donde se ha soñado
Patria es la tierra donde se ha luchado
Patria es la tierra donde se ha vencido
Patria es la selva, es el oscuro nido
La cruz del cementerio abandonado
La voz de los clarines que ha rasgado
Con su flecha de bronce nuestro oído
Patria es la errante barca del marino
Que en el enorme piélago sonoro
Deja una blanca estela en el camino
Y Patria es el airón de la bandera
Que ciñe con relámpago de oro
El sol como una virgen cabellera
Repito nos reunimos a las tres
de la tarde, hora en que el Libertador pasó a la inmortalidad. Y si todos los
homenajes son sin duda valederos, los que se hacen en el ámbito de la ciudad de
Buenos Aires y de ésta provincia adquieren particular resonancia.
San Martín no era nativo de
Buenos Aires, la habitó por poco tiempo cuando desde su natal pueblo de Nuestra
Señora de los Reyes de Magos de Yapeyú, pasó a ella con su familia para
trasladarse a España. Volvió en marzo de 1812 y la habitó hasta enero de 1814,
cuando pasó a hacerse cargo del Ejército del Norte, y de allí siguió a Mendoza.
La visito brevemente después del triunfo de Chacabuco, lo mismo que tras la
victoria de Maipú.
En setiembre de 1822 renunció
al Protectorado del Perú, pasó a Chile y luego a Mendoza. Enterado que el
gobierno no le tenía ninguna simpatía, se quedó en Mendoza, antes que regresar
a la capital, donde lo esperaba su mujer moribunda, porque sabía las desgraciadas
consecuencias que podía traer su presencia en Buenos Aires. Recién llegó a
fines de diciembre de 1823, el tiempo suficiente para colocar como póstumo
homenaje en el cementerio de la Recoleta una placa “a su esposa y amiga”,
saludar a la misión pontificia en la que venía el futuro Pío IX, a la que el
gobierno no le había dado ninguna consideración y tomar un navío a Europa con
su hija Mercedes.
Extrañando su tierra, volvió en
1828 y se negó a desembarcar a pesar de los ofrecimientos del gobierno, horrorizado
por el fusilamiento de Dorrego y así la contemplaron por última vez sus ojos
desde la borda del navío en el que emprendió nuevamente el retorno al viejo
mundo.
Buenos Aires le fue hostil, lo
fue el grupo unitario en grado sumo, cuando le negaron ayuda para finalizar la
campaña libertadora, al rechazar la misión que enviara para esos fines con el
coronel Gutiérrez de la Fuente.
Pero a pesar de todo en el
artículo IV de su testamento escribió “pido que mi corazón sea depositado en el
de Buenos Aires”. Su genio trascendente y elevado le reconocía así el primado
heroico de la gesta emancipadora, en una palabra la ejecución del mandato de
Mayo. Porque la Revolución de Mayo, fue la única que jamás fue derrotada. La
Revolución del Norte la Bolivariana, como las otras fueron vencidas.
Pero a pesar de ese pedido, los
argentinos tardamos 30 años en traer al país sus venerables despojos. Sin
embargo hubo otro argentino llamado Bernardino Rivadavia que en su testamento
pidió expresamente que sus restos jamás descansaran en Buenos Aires o
Montevideo, fue repatriado a los 12 años de su muerte, violando sus deseos
póstumos. Triste o valedero ejemplo de los desencuentros de los argentinos que
vienen de hace años, y como bien lo apunta el prestigioso Vicente Gonzalo
Massot, parece que la consigna de muchos años ha sido “matar o morir”.
Por eso este aniversario de San
Martín, nos obliga a reflexionar en ese hombre que renunció a la gloria, negándose a los homenajes
después de sus campañas militares y a los ascensos; al poder: que cumplió cabalmente su palabra de no ejercer funciones
ejecutivas en los pueblos que liberara; y a la riqueza cuando donaba parte de su sueldo para un hospital en
Mendoza, o para que un vacunador la liberara en la campaña del tremendo mal de
la viruela. El mismo que donaba parte de sus ingresos o premios para fundar
escuelas, o devolvía una vajilla completa de plata; el que cosía su viejo uniforme.
Los últimos años de su vida los pasó sin privaciones, porque heredó de su mujer
una importante fortuna, ya que como dijo el representante norteamericano John
Murray Forbes, “don Antonio José de Escalada es el hombre más rico de la ciudad
y suegro del famoso general San Martín”.
El 20 de setiembre de 1822
renunció al Protectorado ante el Congreso reunido en Lima, en la mañana del día
siguiente se alejó para siempre del Perú. Todos los que ayer lo aplaudían casi
le volvían la espalda. Sin embargo llevaba en el fondo del alma un consuelo y
una esperanza, los hijos y los nietos de los que ahora lo negaban aprenderían
las primeras letras en las escuelas lancasterianas que había fundado y
completarían su instrucción en los libros de su propiedad que había donado para
establecer la primera biblioteca pública del Perú.
Dos son los apodos con que la
historia recuerda a San Martín, el de “Libertador” y el de “Protector”. En este
momento más que al general de las campañas victoriosas, al gran estratega
militar necesitamos al San Martín “Protector”, porque esa “Libertad” esa
luminosa pero frágil llama, está muchas veces expuesta a los vientos de las
pasiones de todas las marcas.
Dirijamos a él, en súplica
laica: Padre Nuestro que estás en el bronce como te llamara en su elocuencia
Belisario Roldán, aquí estamos tus hijos congregados para honrarte y
reverenciarte. Te pedimos en esta tarde por nuestra Patria, que calmes las
pasiones rencorosas, que hagas florecer en nosotros la excelsa virtud del
patriotismo, como en otro tiempo floreció a tu sombra el laurel del guerrero,
para que nos lleves victoriosos hacia la victoria de esa Patria Grande que
soñaste. En este año en que celebramos el bicentenario de nuestra primer
moneda, aquella frase que ella llevaba acuñada y que sin duda la trataste de
hacer realidad, sea para siempre la consigna de los argentinos: En Unión y Libertad.
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